La izquierda no tiene idea del monstruo que han creado con los hombres de la Generación Z. Absolutamente ninguna idea. Estos chicos pasaron sus años formativos navegando un experimento social sin precedentes: confinamientos por COVID; sesiones de lucha por la DEI; pronombres, microagresiones, reconocimientos de tierras, justicia interseccional; y, como demografía, simplemente estallaron. Dejar de temer a la cancelación, se dieron cuenta de que las marcas negras en los puntajes de crédito social no dejan manchas permanentes, y comenzaron a asumir—en lugar de intentar defenderse inútilmente—las acusaciones de villanía que habían sufrido desde una edad temprana. Es un movimiento reaccionario a gran escala contra un sistema político—más que eso, una cultura en general—que, con razón o sin ella, ven como dedicada a su emasculación. Un sistema que, en su opinión, crea poco de valor, les ofrece escasas oportunidades, celebra lo que es feo y mediocre y profana lo que es sagrado. De los fuegos de este crisol está surgiendo la generación más de derecha que he visto. Y de los grupos de chat descontrolados de hoy están surgiendo los legisladores y congresistas del mañana. La izquierda no tiene idea de lo que han hecho, y no pueden imaginar cuáles serán los efectos de segundo y tercer orden de esto.